Capítulo 1
Y allí estaba yo. Corriendo sobre el
camino de hierba que bordeaba la carretera. Intentando que el aire llegase a
mis pulmones. No lo conseguí. Nunca había sido una buena atleta, así que pronto
llegó ese vacío en el pecho y el picor de los ojos, como si no hubiera dormido
esa noche. Bajé la cabeza, cerré los ojos durante un momento y, cuando estaba a
punto de parar, oí un fuerte golpe justo en mi piel. Por un momento no sentí
nada, por ese instante de sorpresa que precede al dolor. Noté que un grito
salía de mi garganta, y luego caí sobre el suelo.
Me quedé unos segundos ahí tumbada
antes de intentar incorporarme. ¿Contra qué me había chocado? La última vez que
había mirado, las tapias que separaban lo jardines de las casas estaban a
varios metros de mí, y los coches se deslizaban tras una cortina de árboles con
la que me habría topado antes. Y estaba segura de que ninguna persona tenía esa
forma.
Alcé la cabeza, pero el sol me cegó.
Era extraño. El verano se aferraba al final de agosto y nuestra estrella no se
había asomado más que algunos días. Igualmente, ese no era un tema que me
preocupaba especialmente mientras me sacudía las manos de tierra.
Y entonces lo vi. Era un cartel, con
un soporte grueso y oscuro, como esos que había visto en la ciudad. Pero esta no
era más que una ignorada zona de las afueras, sin suficiente casas para que se
pudiera considerar un barrio residencial. Y aquello era antinatural, bloqueando
la calle, dejando apenas espacio para pasar por los lados. Era gigante. ¿Cómo
había podido no verlo? Había mirado la calle y no había encontrado más que el
ambiente de siempre, el del lugar en el que había crecido.
De repente, miré el contenido del
anuncio, o, mejor dicho, la noticia:
Después de
la insólita caída de un objeto desconocido sobre el Océano Pacifíco, acompañado
de unas luces rojas para las que no tenemos explicación, se ha producido el
mismo suceso durante la noche del 1 de septiembre en la región. Por favor, si
tiene conocimiento del lugar al que afectó o los restos del fenómeno, póngase
urgentemente en contacto con su oficina de policía más cercana.
¿Un meteorito? ¿Un regalo de extraterrestres?
Desde luego, ese día parecía querer hundir mi vida con las cosas más inesperadas
que me habían pasado.
Todo había comenzado apenas unas
horas antes.
Mi nombre es Sara. Catorce años.
Viviendo con mi padre, mientras él se encargaba de una ferretería. No ganaba
mucho dinero, pero eso era suficiente.
Apenas faltaban días para el
comienzo del nuevo curso. Genial. Otra vez todos mis compañeros burlándose de
mí, haciendo bromas molestas y haciéndome sentir como una intrusa en este
mundo. Pasé todo el viaje en autobús con la cabeza apoyada sobre el asiento y
los ojos cerrados. Al otro lado, un chico de mi clase se dedicaba a pegar
chicles en la pared del vagón mientras reía discretamente. Ni siquiera me
saludó. Deseé que el conductor se girara y empezara a gritarle. No suelo ser
así de mala con la gente, pero ese crío ya había hecho de mi vida un infierno
durante mis últimos once años. Desgraciadamente, nadie vino, así que esperé
hasta que saliera y las puertas estuvieran a punto de cerrarse para bajar yo
también.
Mi colegio era un edifico alto y
rojizo, como una torre mal hecha. A mí siempre me había parecido una cárcel,
aunque tampoco se podía esperar mucho de un barrio como el mío.
Entré y avancé por los pasillos mal
iluminados. Todo igual de desagradable que el año anterior: mi desgastada
taquilla, las manchas que nunca se podrían quitar, las ruidosas clases. Me
acerqué a mi aula. Ahora vendría la aburrida charla sobre lo que esperarían
sobre nosotros los siguientes meses y sobre lo que estudiaríamos en las
materias. Cuando estaba a unos pasos del umbral, noté como una manó se apoyaba
en mi hombro. Me giré rápidamente, con miedo de que me tiraran algo encima
(cosa que ya había ocurrido más de una vez con refrescos e incluso una araña),
pero lo único que vi fue la cara de Diego, el chico más atractivo de mi clase.
Me quedé mirando sus ojos verdes sin que me importara lo que pensara, y estaba
tan ocupada fantaseando con lo que me diría a continuación que ni siquiera me
planteé la verdadera razón de que quisiera decirme algo. Diego solía ser amable
conmigo y apenas se reía de mí, lo que lo había convertido en mi amor
platónico. Porque a él nunca le gustaría alguien como yo.
-Sara, solo quería decirte que…
-¿Le estás jurando amor eterno?
Todo el aliento que había contenido
salió de entre mis labios, y me giré a tiempo para ver como el chico de los
chicles del autobús se acercaba hacia nosotros.
-¡No! –respondió Diego.
Había un leve matiz de asco, y eso
me dolió.
-¡Oh, que pena! Me hubiera gustado
verlo –continuó el otro chico.
Diego se acercó a él y le golpeó en
las costillas, jugando. Su amigo le siguió de manera más fuerte, empujándole en
el pecho y golpeándole la cabeza contra la pared. Yo estaba nerviosa. En un
impulso me acerqué a intentar separarles, pero lo único que recibí fue un
codazo en la tripa.
Yo siempre había sido bastante
tímida, la clase de persona que no responde durante las discusiones o cuando la
insultan, aunque en mi caso era por la convicción de que iba a salir peor de lo
que estaba. Pero en el fondo les odiaba, y dentro de mí, cada vez que hacían
algo así, me imaginaba defendiéndome, diciendo cosas que les hicieran sentir lo
mismo que a mí hasta que me pidieran perdón por todo. Y todos esos
sentimientos, con ese golpe, salieron impetuosamente.
Me coloqué en frente de aquel chico
y le escupí, antes de arrepentirme de todo eso. Con todas mis fuerzas y mi
energía.
-¿Qué querías decirme? –le dije a
Diego, mientras el otro se limpiaba la saliva de las pestañas.
En tres segundos habría reaccionado
e iría a por mí con todo su odio.
Tres.
-¡Ah!, solo quería decirte adiós.
Dos.
-¿Adiós por qué?
Uno.
-Porque te vas a marchar de aquí y
no volverás a este colegio.
Cero. Una bomba. El otro arremetió
contra mí. Yo abrí mucho los ojos, sorprendida por lo que había dicho Diego.
Sentí que mi corazón estaba a punto de estallar y, entonces, el director del
instituto, al que solo había visto unas pocas veces en mi vida, apareció y se
interpuso entre el chico y yo.
-Sara. A mi oficina. Ahora.
-¿Me voy? ¿Adónde? ¿Por qué mi padre
no me lo dijo?
El director, hombre mayor y serio
que me había tomado cariño en las pocas reuniones con él que había tenido, me
miró a los ojos.
-No lo sé. Nos lo comunicó hace un
par de semanas, pero no nos dio más datos.
-¿Dos semanas? Pero, ¿por qué?
El director comprendió que esa
última pregunta no estaba dirigida a él y se abstuvo de contestar.
-Le tenemos que dar esta carpeta. Su
expediente.
La cogí cuándo me la tendió y la
abrió. Había una foto de cuando yo empecé el instituto, hacía pocos años, bastantes
papeles y una cartulina donde pude ver unas luces rojas, como ojos malignos,
cayendo desde el cielo nocturno. No leí las palabras que acompañaban la imagen,
pero se la mostré al director a modo de pregunta.
-Nuevas noticias. No tiene que ver
contigo; ya las leerás.
Asentí. El hombre hizo un gesto con
la cabeza y yo salí de la habitación, tan rápido como me lo permitían mis
piernas, corriendo a toda velocidad para obtener esas codiciadas respuestas que
solo mi padre podría darme.
Tras mi pequeño accidente con le
cartel que, como pude comprobar, era exactamente igual al papel que me había
dado el director, seguí recorriendo la calzada con el corazón palpitante. Evité
una rama especialmente baja que amenazaba con encontrarse con mi cara y, en los
últimos metros, volví a correr de nuevo, sin preocuparme del dolor en la tripa
ni la sensación de mareo provocados por el esfuerzo y la confusión por todo lo
que había descubierto. No me molesté en aminorar la marcha; frené agarrándome
al buzón del poche, que evitó que me estrellara contra la puerta de la entrada.
Un letrero desgastado coronaba la pared del cristal a través del cuál se podía
ver la tienda de mi padre, que ocupaba la enteramente la planta baja de la casa.
En el piso de arriba, solo estaban los dos dormitorios, un baño y un salón
unido a la pequeña cocina. No podíamos tener más.
Entré en la tienda, agitando los
papeles y a punto de gritar el nombre de mi padre, cuando me di cuenta de que
había una mujer frente al mostrador. Me quedé quieta frente a ella, sintiéndome
como una pequeña estatua. No parecía la clase de gente que venía allí. O que
fuera a ninguna tienda más que a una de ropa. Su cabello rubio caía en cascada
sobre un caro vestido de color canela, acompañado de un buen bronceado y una
gargantilla brillante con una pequeña gema incrustada. Unas elegantes gafas de
sol me impedían atisbar sus ojos.
-Hola –dije secamente cuando volví
en mí.
Me disponía a marcharme cuando hizo
un gesto con la mano y me habló con una suave y perfecta voz:
-¡Espera! –me sonrió con una pequeña
risa-. Tú debes de ser Sara, ¿no?
Iba a preguntarle por qué sabía eso
cuando oí un pequeño estrépito procedente del pequeño almacén de la tienda.
-Ángela, ¿no crees que nos estamos
preci…?
Mi padre, recién salido de su
pequeño depósito, se calló en cuánto alzó la cabeza y me vio. Soltó una risa
incómoda y se ruborizó de esa manera que solo él sabía y que le hacía parecer
un niño. Bien mirado, todavía seguía siendo bastante joven, al menos para tener
una hija de mi edad; e incluso atractivo, con sus ojos azules
extraordinariamente claros y su flequillo claro despeinado hacia arriba como si
aún fuera un veinteañero. Había intentado rehacer su vida tras
divorciarse de mi madre, conocer chicas por una agencia de citas, pero con
ninguna había logrado esa sensación especial que, según él, “te hacía querer
vivir mil años más para estar con ella y convertía su risa en tu único sueño”.
Y luego añadía que eso también le pasaba conmigo porque siempre sería su niña.
-Sara, esta es Ángela –dijo
tímidamente.
Aunque era la persona más elocuente
que he conocido y era capaz de componer unos poemas preciosos, su don de las
palabras se esfumaba cuando estaba nervioso. Por eso odiaba las discusiones y
evitaba hablar de temas desagradables o, en este caso, como no era difícil de
adivinar por su expresión, incómodos.
-¿Por qué me voy a marchar del
colegio?
-Esperaba que no te enterases así…
-¿Y cómo querías que lo hiciera?
–estallé-. ¡Lo decidiste hace dos semanas!
Hubo un silencio incómodo, sin
ningún sonido.
-Creo… Creo que debería irme –dijo
Ángela, quebrantando la tensión.
Cogió su bolso del mostrador y se disponía a
salir cuando mi padre, con una agilidad que yo no había visto nunca, saltó por
encima de un baúl de herramientas y le agarró por la muñeca. Yo contemplaba la
escena sin moverme, mientras empezaba a notar un desagradable zumbido en las
orejas.
-¿Qué ocurre aquí? –pregunté al
final con un hilo de voz, con el presentimiento de que esa pregunta me llevaría
a la temida respuesta.
Mi padre me miró fijamente un
segundo, con una mirada fruto de la melancolía, la felicidad, el arrepentimiento
y, al final, un matiz de miedo.
-Ángela y yo vamos a casarnos.